Continuaba con mi andar. Pase por un extenso campo, el trigo recién cortado, el olor embargaba el aire, algunas frutas en las plantas, tal vez para semillas, eran balanceadas por el viento.
Andando, me detuve en una calle de tierra, piedras a los costados, varias casas, en una de ellas se encontraba una mujer mayor sin ser anciana, como era mi costumbre la saludé y comenzamos el diálogo.
Por el tono de su voz suave, firme y segura, con ojos llenos de ternura como asomando su alma, sabía que esta charla sería provechosa. Ella me dijo: "¡Qué hermoso día!". –“Sí, espléndido" le contesté, y -"Siempre tienes esa sonrisa y esa afabilidad!"; -"casi todo el tiempo. Doy gracias por todo lo que tengo, mi amor hacia Dios es inmenso y se irradia hacia todos, tengo tanto amor para dar y esto me hace tan feliz".
-"¿Siempre fuiste así?"
-"No, las lecciones de la vida me enriquecieron, te contaré algo. Mi vida fue aprender sobre lo bueno, sobre lo malo y mis experiencias las volqué en dar siempre lo mejor de mi, mi fe crecía sintiéndome cerca de Dios, y ayudando a quien lo necesitaba, a quien pedía una palabra de afecto, una oración, una meditación, en ese transcurso crié a mis hijos y otros hijos que llegaron a mi vida, recogí animales, les busque casa, y otros quedaron en mi hogar cada vez me interiorizada más estudiando y adquiriendo conocimientos. Sabiduría era siempre mi pedido.
Pasó el tiempo, mis hijos crecieron, mi vida espiritual crecía pero la vida me tenía reservada la más grande y dolorosa de las pruebas. Un día vinieron a decirme que una de mis hijas estaba mal. Ella estaba un tanto distanciada de mí. Fui al hospital, me acusó que por mi culpa se iba a morir.
Ya que no era el momento no aclaré la situación, la besé, llegaron los médicos decidieron llevarla al quirófano, la operaron, la trasladaron a la sala de recuperación. Pasó una semana, la cuidamos día y noche. Allí una pared nos separaba. Lo que nunca supe si alguien le avisó que estuve, o si ella quería verme, oré, pedí por su salud en cuanto lugar podía. Yo decía: "se va a salvar, Dios siempre me escucha".
En esa noche la enfermera nos dijo que al día siguiente la trasladarían a sala común y que allí podríamos verla, entonces decidí ir a casa. A la madrugada me avisaron que había muerto. No pude llorar, miraba ese cuerpo que había pertenecido a mi hija y no podía perdonarme y cuando enterré ese cuerpo pronuncié estas tremendas palabras: "Dios, no me escuchaste, hoy también entierro a ti".
Pasaron los días, me sentía abrumada, culpable, no escuchaba a nadie, nada me daba sosiego, no dormía, apenas probaba bocado, así los días transcurrían.
De repente, sentí la necesidad de pedir perdón a Dios, pero todavía resentida, le impuse una condición: "Si quieres que mi fe vuelva necesito sentir tus palabras o las de mi hija".
Ella suspiró profundamente y continuó: esa noche me recosté sobre la cama con almohadón es casi sentada. Sentí algo inesperado, mi cuerpo yerto, mientras mi alma viajaba vertiginosamente, como una burbuja y me encontré en un lugar, imposible de describir, lleno de luz, nubes nunca vistas y allí estaba mi hija en su cuerpo etéreo, cerca de ella había mucha gente de blanco.
Le pregunté: "¿Estás bien?". Ella me sonrío y no sé qué más ocurrió, porque repentinamente me encontré en mi cuerpo. Pedí perdón y sentí que nada me pertenecía, ni lo material, ni mi cuerpo, ni mis hijos eran míos, sólo yo los había engendrado, pero sólo Dios daba energía a mi vida y que cada ser es responsable de esa energía que de acuerdo a cómo la use acorta o prolonga su vida y en esa elección entendí que tenía que aprender a ser humilde, sacar la soberbia, la vanidad y aceptar las cosas como se presentan porque todo le pertenece a Dios, porque todo es un Orden Divino. A partir de allí mi comprensión y amor se multiplicaron y he aquí mi paz interior trascendida en sonrisas".
El ángel besó la mejilla humedecida por una lágrima de esa mujer, y en esa grandeza de amor como si fuera una pequeña brisa, una caricia, como un pequeño soplo divino, seguí mi camino...